Hola otra vez
Últimamente, cuando me noto un poco pasada de revoluciones, me encomiendo a la bechamel. Es un proceso lo suficientemente metódico para requerir toda mi atención y desviarla de otras movidas. Así que la medicina que me he autoimpuesto para bajar las pulsaciones y, de paso, contentar a mi estómago y hacer algo de brazo, es la de mezclar mantequilla, harina y leche sin un solo grumo. Me valen otras variantes, como la del ajoarriero en Semana Santa o un curry largo en cualquier momento del año. Pero la bechamel es infalible. Como te descuides un momento, las fumarolas del volcán de esa salsa blanca te socarran un dedo. Así que más vale estar encima.
Y si hay una cosa ( ¿por qué no comemos bechamel como plato? ) para la que necesito una buena piscina de bechamel, esa es la lasaña. Con decirte que este fin de semana hice dos fuentes, te puedes imaginar el desbarajuste de cabeza que llevaba. No tenía invitados, pero el paquete de pasta fresca que compro en el supermercado lleva doce láminas y quería aprovecharlas todas porque luego acaban dando vueltas antes de ir a la basura. Me planifiqué bien los ingredientes que necesitaba, fui a comprarlos, me puse música, el delantal y saqué mi cuchillo. La clase de meditación estaba en marcha. Pero vayamos por partes.
Para empezar mi plan, elegí dos de mis recetas de lasaña del recetario que he conseguido armar en tantos años cocinando. Dos muy distintas entre sí, para no cansarme de comer lo mismo durante la semana. Lo único que tienen en común es que para ninguna de las dos necesito carne. Una era de pescado congelado (muy barato y no da pena utilizar el rape, la merluza y las gambas para un relleno). Te diría que mi favorita. Y la otra, de tomate, mozzarella, albahaca y champiñones. Una receta super resultona que te da la vida en un tupper, el mismo lunes. Analizo mis dos recetas como si fuera una consultora de datos y así optimizo los procesos con los pasos que voy a dar en la tabla de cortar, la sartén y el horno. Ajo y cebolla suelen necesitar todos los platos, así que si los corto a la vez, me ahorro un proceso. Lo mismo, con las verduras que vaya a necesitar. Si, además, monto una y la acabo primero, me da tiempo a meterla en el horno mientras remato la otra y así aprovecho también la energía. Por eficiencia, la de pescado me lleva más rato, porque tengo que desmenuzar el rape, la merluza y cortar pequeños los espárragos, champiñones y gambas que le añado. Mientras, en otra sartén pongo a fuego lento tomate con unas hojas de albahaca para sacar una buena salsa con la que envolver los pisos de mis dos lasañas. Un paso detrás de otro. Y cuando lo hago, dejo de pensar. en Ese momento, no imagino las 67 catástrofes que me pueden pasar mañana, ni las 45 enfermedades que puedo contraer. Tampoco las 96 desgracias que le sucederán a mi familia este año, ni las siete plagas que nos azotarán este verano. Tampoco pienso en el mail que dejé sin responder, ni en la semana que está por llegar en el trabajo. Mi mente está en remover la bechamel, en cortar verduras en trozos idénticos y en armar capas de pasta mientras canto a grito pelado el ‘Soy mayor’ de Rigoberta Bandini.
Yo no sé si esto que hago se llama mindfulness. La palabra me parece un poco aparatosa para algo tan cotidiano. Y sé que para muchas personas, meterse en la cocina supondrá un castigo, como el que para mí puede suponer poner el lavavajillas o tender la ropa. Guisar puede estar lejos de dar placer a algunos, pero para mí es puro disfrute. Y durante esas dos horas en la cocina, soy capaz de concentrarme como si estuviera en un retiro. En hacer algo mecánico, sí, pero muy reconfortante. Sé que hay quien encuentra la paz en el silencio de una biblioteca o en la naturaleza. Yo la encuentro removiendo la bechamel. Porque hay algo tranquilizador en saber que, si sigues los pasos, al final hay comida rica y encima para varios días. Cocinar me da una especie de poder. El de anticipar en positivo. El de abrir el tupper un miércoles al mediodía y encontrarme con el resultado de ese rato en la cocina del sábado. Como si la Marta del fin de semana le preparara regalos a la de los días laborables. Toma, amiga, un tupper de felicidad casera. Doble premio: el de cocinar y el de comer.
Esto no va de recetas, aunque si alguien quiere la de cualquiera de las dos que he preparado esta semana, sólo tiene que pedírmelas. Esto va de encontrar pequeños refugios. Y de que, a veces, cuando todo va muy rápido, lo único que necesito es ponerme a remover la bechamel. Y sentir que, al menos por un rato, estoy exactamente donde quiero estar, que ya es muchísimo.
Cuarto de maravillas
Si has nacido en los 80 o principios de los 90 valorarás estas reliquias sonoras que aún conservo a mis 40 años. Aunque ahora todos podáis escuchar en Spotify cualquier canción, entonces, tener los CDs o cintas de los grupos que te gustaban eran la única alternativa a grabar canciones sueltas de la radio. Así que estos discos de Britney Spears y de las Spice Girls son parte de mi vida y de mi personalidad. Joyas, si me preguntas.
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Gracias por leerme
Marta
Cocinar para anclar el yo al presente. También me pasa. Es una de esas cosas que demandan que me quede en el ahora pero solo si lo hago sin objetivo ni meta. Y el otro día escuchaba a creo Juan José Millas que a él lo que le funcionaba era hacer un sofrito.
En mi caso mi mente a veces si piensa en la batalla campal que estoy montando en la cocina y que luego habrá que recoger. Es lo único que me da pereza. Pero encanta cocinar siguiendo la receta de alguien, sobre todo si le conozco o es un familiar.
A veces pienso que los 💿 volverán con fuerza, como lo hicieron los vinilos.