Hola de nuevo
El fin de semana fui a pasar unos días con mi familia a Cuenca y me llevé los últimos cuatro botes de tomate frito del alijo que, cada año, me prepara mi tía Celia a mi gusto. Antes con tomates de nuestro huerto, ahora comprados a alguien con huerta cercana. Pelados, fritos a fuego bajo durante horas, rectificados con azúcar, tamizados para evitarles las pepitas y triturados con la batidora por si algún trocito se ha escapado. Ella sabe que a mí me gusta así. De hecho, es el único que como. Así que metí los cuatro botes en el maletero y me fui con la promesa de que este verano haremos nuevos botes y me quedaré con el proceso completo para repetirlo en un futuro lejano, cuando ella no esté.
Siempre he tenido un huerto. Con un apellido como el mío no parece nada extraño, claro. Afortunadamente, cuando era pequeña tuve un profesor que nos enseñó a germinar lentejas y garbanzos en el tarro de cristal en el que antes había un yogur. Un algodón mojado, un vasito y un puñado de legumbres y pura magia. ¿Esto aún se hace? También tuve una abuela que tenía decenas de plantas en la terraza, entre ellas, un poto y la planta del dinero. Junto al fregadero siempre tenía varios tallos tronchados, metidos en un vaso de agua, para que echaran raíces. También perejil, plantado en la maceta más grande. El perejil lo seguimos teniendo, por cierto. Por toquetear sus hojas un día en el balcón de mi tía Celia, cuando tenía tres o cuatro años, recibí mi primera picadura de abeja. Gajes del oficio.
También tuve un abuelo con unas botas de agua verdes. Y con él, con mi abuelo Federico, iba siempre al huerto de Paulino, un amigo de la familia que tenía un terreno donde pasaba las mañanas y tardes de siembra, riego y azada. A finales del invierno buscábamos los plantones para hacer «la olla», para sacar las plantas de tomate y pimiento. También de pepino. Lo tapábamos con plástico para evitar las heladas traicioneras. Luego, con la primavera, hacíamos los surcos. Bueno, más bien yo veía cómo él los hacía, con su camisa anudada, las botas de agua y el sombrero de paja. Me divertía y me fascinaba a partes iguales. Pero entonces las verduras me interesaban más bien poco. Yo lo que quería era que me plantara fresas, pero creo que nunca llegué a comerme ninguna. Lo nuestros eran los tomates, pepinos, judías verdes, patatas, ajos, cebollas y pimientos. Algo que, durante muchos años después continuó haciendo mi tío Julián, que nos llenó la nevera durante muchísimos veranos, a costa de dedicar sus horas libres al abrasador huerto. Con la explosión de verduras, los veranos en mi edificio se convertían (y aún se sigue haciendo) en un mercado de estraperlo de tomates y pepinos. Una pseudocompetición por ver quién conseguía la mejor cosecha.
Yo entonces no lo sabía, pero estaba asistiendo a una lección que, a mis 40, me ha llevado a un amor desmedido por las verduras. Mi abuelo, y el resto de mi familia me dieron las nociones para amar el campo. Para querer saber de dónde salen las zanahorias y conocer que la paciencia es un valor para esto del agua y el abono. Y lo mejor de todo es que luego el campo te lo devuelve. Y te enseña a comer de una manera que no se enseña en los libros. Imposible despreciar las verduras y frutas que durante meses has visto crecer. Un crimen tirar un género por el que te has quedado sin vacaciones porque nadie te podía regar la cosecha. Y un despropósito malgastar unos tomates que por suerte te han salido más rojos y gordos (y feos) que los del vecino.
En mi casa no se tira nada. El tomate se fríe y se guarda, los pimientos se asan y se embotan, y las judías verdes se congelan. Las patatas, ajos y cebollas aguantan todo el año en el trastero, extendidas en el suelo, y los calabacines, directamente, no llegan al final del verano porque nos los hemos comido antes. En casa ya no tenemos huerto, pero lo tienen familiares cercanos. Aunque seguimos teniendo el mismo respeto hacia unos ingredientes que nos han hecho felices muchos años. Este, por cierto, volverá a haber tomate frito. Ya me lo ha prometido mi tía. Será con tomates de otra huerta. Pero será el nuestro.
Cuarto de maravillas
Esta semana traigo uno de los mayores tesoros de mi vida. Si un ladrón entrara a mi casa y de verdad quisiera darme un disgusto, lo haría si se lleva esta joya. Un reloj muy valioso, con poco valor económico. Pero el mérito es que lo conserve desde que mi madre me lo compró, en 1992, en la Expo de Sevilla. Es un reloj de Curro, la mascota del evento, digital, que daba la hora si le apretabas a un botón. Pura magia, la verdad. Lo tengo expuesto en el salón de mi casa, con mis libros y guías de viaje, como la reliquia que es. Cómo me alegro de haberlo conservado.
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Gracias por leerme
Marta
Me has tocado el alma… gracias.
Que recuerdos me has traído de mi pueblo y de mis abuelos, aún recuerdo el sabor de esos tomates y verduras se su huerto 😍😍😍